En la sala de cámara del Auditorio Nacional toca esta noche el cuarteto de Tokio, en su gira de despedida. No sé cuántas veces los habré visto, en Madrid y en Nueva York, y una vez en Bard College, con mi amigo Norman Manea, la tarde en la que él y su mujer, Cella, nos habían llevado a ver la tumba de Hannah Arendt, en un pequeño cementerio en un bosque, la pequeña lápida en el suelo, entre la hierba, y sobre ellas dos o tres piedras de ritual judío.
El programa de esta noche del cuarteto de Tokio está atravesado de despedidas: la introducción a Las siete últimas palabras de nuestro Salvador en la Cruz, de Haydn, el cuarteto nº 15 de Schubert, y después del descanso el gran prodigio de la noche, el cuarteto opus 131 de Beethoven, sin interrupción, casi sin aliento, desde ese adagio del principio en el que parece que se escucha toda la música del porvenir a la catarsis del final. La manera de tocar de estos cuatro músicos me recuerda unos versos de García Lorca: “Qué blando con las espigas/ qué duro con las espuelas” -delicadeza y furia en la exacta medida. Antonio Moral, el director del Centro Nacional de Difusión Musical, sale después del intermedio a despedir a esos maestros que han tocado en Madrid y en Nueva York más veces que en ninguna otra ciudad del mundo, y dice que a modo de despedida le ha regalado a cada uno medio kilo de jamón envasado al vacío. Tras las últimas notas y el silencio del cuarteto de Beethoven el público que lleva tanto rato conteniendo la respiración les ofrece un aplauso que no termina nunca. Es oro puro sonoro lo que hemos estado escuchando estas dos horas.