Los profesores

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Me ha gustado que Pablo Valdivia se acordara del profesor Edward C. Riley, y de su libro admirable sobre Cervantes y el Quijote, que publicó Taurus hace muchísimos años, en la misma colección en la que estaban los libros de Stephen Gilman sobre Galdós. A Gilman, que fue yerno de Jorge Guillén, no llegué a conocerlo. Conocí a su viuda, Teresa, la hermana de mi inolvidable Claudio Guillén, una vez que fui a dar una conferencia al departamento de español de Harvard, hace ahora 20 años. Al profesor Riley también lo conocí, no recuerdo ahora si en Nueva York o en Columbus, Ohio. Lo que sí recuerdo son sus gafas de culo de vaso, su simpatía, su acento escocés y unos calcetines verdes. Hablaba de Cervantes como si lo hubiera conocido personalmente y como si el Quijote acabara de publicarse, y su erudición entusiasta le redoblaba a uno las ganas de volver cuanto antes a esa novela que no se acaba nunca.

En aquella visita a Harvard también conocí a Francisco Márquez Villanueva, que tenía una cara redonda y adusta de sevillano serio, de sevillano que eligió irse de Sevilla y de España y de la universidad española en los años sin esperanza del páramo franquista. Era full professor en una de las universidades de más prestigio del mundo pero se le notaba mucho un fondo de amargura por el poco caso que le hacían sus colegas españoles. Cenamos juntos, charlamos mucho de literatura, de moriscos, de judíos, de Cervantes, de todas esas cosas de las que él sabía tanto, y quedamos para el otro día. Algo pasó y yo no acudí a la cita. Varios años después me encontré con él en el vestíbulo de un hotel de Berlín. Era diciembre y helaba y Márquez Villanueva llevaba un abrigo de corte antiguo y un gorro velludo como de dirigente soviético. Me miró serio, como si nos hubiéramos visto la tarde anterior, y me dijo, con un enfado intacto que por fortuna se disolvió enseguida:

-¿Dónde te metiste, que me quedé esperándote?

Escuchándolo y leyéndolo se aprendía mucho, incluso cuando refunfuñaba con su cara de agravio. Ahora he buscado uno de sus libros, Trabajos y días cervantinos, y al abrirlo me ha conmovido encontrar una dedicatoria manuscrita que no recordaba. Tenía una letra antigua, diminuta, muy pulcra. Era uno de esos profesores que difunden el amor por la literatura.

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