En el hotel de Lyon, en la sala de espera del aeropuerto, en el viaje a Madrid en un pequeño avión que pasaba de los verdores de Francia a las sequedades españolas, en la calma recobrada y frágil de mi casa, leo el testimonio más hermoso que existe sobre el oficio de la literatura, las cartas de Gustave Flaubert, en una edición escogida y anotada por Bertrand Masson, en la admirable colección Folio Classique. En esas cartas está lo que me gusta de escribir y de leer. Casi todo lo demás, salvo la complicidad activa de cada lector, es superfluo.
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