Para la despedida la ciudad nos regala uno de esos días perfectos que uno no acaba de creerse, en este clima de extremos y de sobresaltos, un lunes soleado y de brisa más tranquilo que cualquier domingo, porque es Memorial Day, una de las fiestas señaladas del año, las que marcan el curso de las estaciones y los ritmos del trabajo. Memorial Day, con sus despliegues de banderas y sus barbacoas en los parques, anuncia el principio del verano, del mismo modo que Labor Day, otros lunes de primeros de septiembre, será la fecha en la que se vea ya venir el otoño. Ni el uno ni el otro habrán llegado todavía, pero a partir de ellos ya hay un cambio en el ritmo de la vida cotidiana.
La maquinaria sin descanso de esta ciudad se apacigua un poco este largo fin de semana. Mucha gente se ha ido, aprovechando algo tan raro como un día de fiesta. Ayer crucé hasta el Upper East Side a media mañana y tenía esas calles lujosas casi para mí solo. El ciclismo urbano de domingo es uno de los grandes placeres baratos y saludables de la vida. Bajé por la Quinta Avenida, doble hacia el este por la 72, tan ancha y sin tráfico, subí por Madison y era tan fácil dejarse llevar por la velocidad tranquila de la bicicleta que me pasé la esquina de la 75, que era a donde yo iba, al Whitney. Quería ver una exposición de dibujos de Edward Hopper y tal vez escribir sobre ella. Escribo sobre lo que me gusta y sobre lo que encargan, escribo sobre lo que veo, escribo sobre lo que me cuentan, escribo sobre lo que me entusiasma y sobre lo que me escandaliza. Escribo sobre lo que me da la gana. En la exposición me emocionó algo que decía Hopper en una carta de los años 40: “Lo que yo quería hacer era pintar la luz del sol en el costado de una casa”. Pues eso. En una sala está uno de sus cuadros más conocidos, el de la acomodadora ensimismada en una sala de cine, y junto a él todos los dibujos preparatorios con los que Hopper fue rondando lo que buscaba, cada detalle que en la obra final parece inmediato y sin esfuerzo. Es fascinante el proceso de invención de la cara de la acomodadora: empieza siendo, como siempre, el de su mujer, Jo; dibujo tras dibujo, el perfil exacto y reconocible de Jo, con las marcas de la edad, se va difuminando y rejuveneciendo, hasta convertirse en el de una muchacha.
Al final de todo hay uno de los últimos cuadros que pintó Hopper, en 1963, ya sin figuras, una habitación vacía con una ventana por la que entra el sol. Porque mañana a esta misma hora estará vacía la habitación en la que escribo ahora, junto a una ventana, me afecta más la visión de ese cuadro.