Tan contagiosa como los bostezos o la risa puede ser para mí la congoja de las despedidas. Me he mudado tanto, me he ido tantas veces de tantos sitios, desde que salí de Úbeda a los 18 años, que cuando veo a alguien a punto de marcharse me solidarizo en seguida y se me contagia su sensación de pérdida, su vértigo de irse, de comprobar al cabo de tan sólo uno o dos años cuántas cosas innumerables se acumulan en un apartamento alquilado, en cuántos pequeños desgarros se subdivide la cercanía del adiós. Como ya nos quedan tres clases -una del taller de relato, dos del seminario de novela corta- , el buen tiempo de abril se mezcla con el sentimiento raro de la provisionalidad, sobre todo para los estudiantes que terminan su segundo año. Hay quien vuelve a su país, hay quien se queda porque lo han aceptado en un programa de doctorado, hay quien intentará en los próximos meses encontrar un trabajo, o por lo menos apurar hasta el final el visado. Venimos todos de países a los que por un motivo y otro es conflictivo regresar. Keila, que es venezolana, se ha acostumbrado a pasear tranquilamente por la calle con su marido y sus hijos pequeños, por este barrio nuestro del Upper West Side. Vivir a pie y sin miedo en Caracas es imposible. Nuria que es pediatra, volverá a su hospital de Sevilla, y ya se le nota la nostalgia anticipada de estos dos años en los que ha tenido una vida un poco quimérica y en suspenso, dedicada a escribir y a leer, a ahondar en su vocación por la literatura, a caminar por Nueva York. Pero los otros españoles descartan con más resignación que tristeza el regreso al país. En Estados Unidos el futuro es incierto, pero en España, para casi todos ellos, por ahora no existe. Los miro y me acuerdo de un camarero en un hotel de Mallorca al que le oíamos decir con muy buen acento a los turistas franceses que terminaban su estancia: “Monsieur, vous avez déjà la couleur de partir”. Y al compartir todas esas congojas me acuerdo también de un tonto que había en Granada en mis tiempos de estudiante, un tonto gordo y sedentario que se pasaba el día en una parada de autobuses de la Avenida de la Constitución, sacando un pañuelo y agitándolo con una cara inmensa de pena, cada pocos minutos, como si despidiera a un tren exprés o a un transatlántico, cada vez que arrancaba un autobús.
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