Contemporáneos

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Me pongo a escribir y tengo las manos ateridas. Acabo de llegar de la calle en la que de nuevo es casi invierno y los dedos  se mueven con dificultad sobre el teclado dócil del ordenador. En la esquina de la calle 113 y Amsterdam Avenue, batida por el viento y la lluvia, nos hemos despedido José Luis y yo, cada uno sosteniendo con dificultad su paraguas, amigos instantáneos aunque nos conocimos hace poco más de dos horas. Hemos pasado esta mañana inhóspita charlando en la Hungarian Pastry Shop, entre el barullo cálido de la gente, comprobando nuestras semejanzas y nuestras diferencias, comparando nuestras dos vidas, que empezaron el mismo mía del mismo año. Los dos tenemos el pelo gris, con grados diferentes, los dos llevamos barba, la suya más recortada que la mía. Él lleva un jersey de lana sobre la camisa; yo también. Los dos entramos a primero de Periodismo -“Ciencias de la Información”, cuidado- en el mismo curso truncado que empezó en enero de 1974, a los dos nos distrajo durante unos años el marxismo de la literatura, los dos nos casamos y tuvimos hijos muy jóvenes. Él en su ciudad, Palma, y yo en la mía, Úbeda, los dos sentimos el desasosiego precoz de salir al mundo. A él también el amor le sobresaltó gozosa y complicadamente una vida que ya creía asentada. Por unas cosas o por otras él tardó más años que yo en entregarse del todo a la vocación por la literatura. “Rompí a escribir”, me dice, y me gusta mucho esa expresión. Comparamos edades de hijos, fechas de primeros viajes, trabajos, formas de desasosiego,  arranques de rebeldía, épocas de conformidad, lecturas decisivas. Sentados el uno a cada lado de la mesa, cada uno con nuestra taza de café, las cosas que nos contamos son como series de variaciones distintas sobre una misma melodía.