Ayer vi el esqueleto de una ballena de 18 metros que habría pesado cuando estaba viva entre sesenta y setenta toneladas. Era como un galeón, colgado en diagonal del techo de una sala, en el Museo de Historia Natural, el cráneo un laberinto de geología o espeleología fantástica. Vi la maqueta a tamaño natural del corazón de una ballena azul. Era más alta que yo y por los túneles de las arterias entraban y salían niños asombrados. Escuché voces de ballenas, las más graves de ellas estremecimientos sombríos que atraviesan miles de kilómetros bajo el océano, algunas como mugidos, otras como chasquidos rápidos en Morse. Vi la osamenta de una aleta de delfín y al lado la radiografía de una mano humana y las diferencias eran mínimas. Vi en primer plano el ojo de una ballena, inescrutable y serio, tan expresivo como el de un elefante o un gorila, tan cercano a mí. Vi el cuaderno de bitácora de un buque ballenero de hacia 1840, las hojas tan grandes como las de los libros de cantos abiertos en los facistoles de una catedral, la escritura cursiva suelta y muy clara. Algunas veces, junto a la fecha, el capitán del buque había dibujado en el margen las siluetas de las ballenas avistadas ese día.
Vi paneles con estadísticas atroces sobre la caza de ballenas. En esa historia negra que todavía dura se juntan la codicia, la insensatez, la capacidad humana del ensañamiento en la pura destrucción. Vi arpones de dos metros de largo, con el mango de madera bruñida, la punta de hierro estriada. Era como ver en una vitrina la quijada del crimen de Caín.