En la historia de las relaciones entre la literatura, la música y las nuevas tecnologías, éste es mi episodio preferido: encerrado en su piso de París, tal vez acostado en la cama, rodeado de almohadones, envuelto en ropas de abrigo, Marcel Proust escucha por teléfono la transmisión de una ópera. Sabemos que escuchó así el Pélleas et Melissande de Debussy; también fragmentos diversos de Wagner, entre ellos un acto entero de Los maestros cantores. Marcel Proust, entusiasta de todos y cada uno de los inventos más modernos de su tiempo, el teléfono, el aeroplano, el automóvil, se había suscrito a una novedad reciente que permitía asistir a la ópera, al teatro o a un concierto sin necesidad de moverse de casa, y que a pesar de su éxito se ha borrado de nuestra memoria tecnológica, aunque tenía un nombre muy prometedor: el teatrófono. En una carta a un amigo Proust confesaba que se había vuelto adicto a ese aparato, como quien se vuelve adicto a su iPhone. Bien es verdad que todavía más que escuchar la música en el teatrófono le gustaba tener a los propios músicos en casa. Así es como en algún invierno de la Gran Guerra, en su casa sin calefacción y con las luces apagadas en prevención de las bombas de los zepelines alemanes, pagó espléndidamente a los miembros del cuarteto Rosé para que vinieran a tocar para él los cuartetos últimos de Beethoven.
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