Un día perfecto, entero, un lunes luminoso, después de tantos regresos del invierno, de tardes edénicas dos horas después daban lugar a anocheceres polares, en los que un viento vengativo le desbarataba a uno cualquier ilusión de buen tiempo. La primavera, en Nueva York, en esta isla de Manhattan cercada por ríos y abierta al océano, no llega, a la manera segura en que llega en España, cuando hay un día en que se ha instalado el bueno tiempo, el azahar perfuma las plazas y ya todo parece un progreso seguro en dirección al verano. Aquí la primavera se anuncia y desaparece al cabo de media hora. Los días más perfectos son muchas veces el paréntesis entre el final de una tormenta y el comienzo de otra. Por eso uno aprende, a costa de mucho desengaño, a disfrutar con plenitud de un buen día en el momento en que lo ve aparecer, en que casi lo huele, porque si no lo aprovecha y posterga el paseo para el día siguiente vendrá un diluvio o regresará el frío, o empezará de golpe uno de esos días irrespirables de bruma tropical en la que esta isla parece encontrarse no a la orilla del Hudson sino en el delta del Mekong. Hoy, a mediodía, he subido por University Place hasta Union Square, dejándome llevar por la dulzura del aire y del sol en la cara, y también por el fluir de la gente en la acera, tan asombrado del florecimiento repentino de los cerezos como de la metamorfosis instantánea en las vestimentas de las mujeres: las camisetas, las sandalias, las piernas desnudas, las gafas de sol, las escalinatas, los bancos, las zonas de césped de Union Square invadidas de golpe por una multitud haragana y gozosa que ayer mismo no existía, las expresiones risueñas en caras muy pálidas y pecosas, vueltas hacia el sol con la indolencia vegetal de los girasoles.
En vez de quedarme en la oficina preparando la clase de la tarde me he sentado entre la sombra y el sol a leer de nuevo la tarea de hoy, Adiós, hermano mío, de John Cheever. Es un cuento muy amargo que tiene un núcleo sombrío de maleficio bíblico, pero hoy, con este sol y este aire templado que lo cura a uno del invierno, he sido más consciente aún de que también es un cuento sobre la belleza y la fugacidad de la vida, sobre la plenitud de las cosas que no necesitan de nosotros para existir gloriosamente y que no son contaminadas por nuestras mezquindades: una playa desierta que se pierde en la lejanía, los golpes rítmicos del mar en la orilla, la duración demorada de los días largos del verano, los cuerpos relucientes que salen del agua.
En el periódico dice que mañana hará calor y que es posible que llueva.