Ayer contaba el New York Times que en Londres, en el barrio de Belgravia, las viviendas son cada vez más caras y las calles y las casas están cada vez más vacías. La paradoja tiene una explicación fácil: sólo los más ricos del mundo pueden pagar esos precios, multimillonarios que compran casas o apartamentos no para vivir permanentemente en ellos, sino para pasar temporadas, semanas al año, como los megarricos rusos, chinos o árabes que compran apartamentos de cincuenta millones de dólares en el antiguo hotel Plaza de Nueva York o el la torre Time Warner, donde muy pocas de las ventanas están iluminadas cada noche. En la calle 57, entre Carnegie Hall y la Quinta, se está terminando de construir otra torre en la que, según me cuenta mi amigo Jim, que es broker, se venderán los apartamentos más caros de Nueva York, algunos por encima de los cien millones de dólares. No conozco bien Londres, pero cuando he paseado por ese barrio de Belgravia, algún día a media tarde, he tenido la sensación la sensación de encontrarme en una ciudad bellísima y fantasma. Se ve que en las ciudades, como en los países, desaparece rápido el término medio. A la hora de cierre de las tiendas de lujo los centros se quedarán cada vez más vacíos. A la clase media y a los pobres les quedan las periferias cada vez más lejanas, las vidas precarias, los trayectos larguísimos. Este tiempo de empobrecimiento general es el de las acumulaciones privadas de riqueza a una escala como no ha existido nunca antes, nunca. Nueva formas de ostentación han de ser inventadas a toda prisa, privilegios cada vez más exclusivos, no ya poseer un picasso o un tiburón de Damien Hirst flotando en un tanque de formol: el último, cenar en privado con el genio, con Ferrán Adriá.
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