Días ciclistas

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Con un poco de buen tiempo y algo más de claridad diurna, después de este invierno que no acaba de irse, la bicicleta le da a las tareas y a los recorridos más comunes un subrayado de hedonismo, una alegría de ejercicio físico soluble en las idas y venidas de lo cotidiano. Ir a la compra al supermercado Fairway de Harlem, que está debajo de la hilera formidable de arcos de hierro de una autopista elevada, es una expedición hacia el norte a lo largo de la orilla del río, que se ve muy cerca desde los grandes ventanales cuando se está pagando en la caja. No hay filas de cajas de supermercado que tengan una vista parecida. En Fairway la zona del pescado y la carne está refrigerada a una temperatura muy baja, de modo que a la entrada hay unos chaquetones de plumas a disposición de los clientes, y los vendedores de la pescadería y la carnicería van forrados como expedicionarios polares. El camino de vuelta, con la mochila muy cargada a la espalda, puede hacerse trabajoso cuando el viento viene de cara.

fairway

El viento de Hudson sopla fuerte casi siempre, y casi siempre en la dirección opuesta a la que voy yo. El viento modela las ramas de los árboles de la orilla y trae muchas veces un olor oceánico. Esta tarde, en vez de tomar el metro para ir a la universidad, he decidido aprovechar el sol para ir en bicicleta. En la mochila llevaba el cuaderno de notas y la novela corta de este miércoles, la misteriosa Point Omega de Don DeLillo. En las ventanas de los viejos almacenes portuarios y de las torres modernas de apartamentos resplandecía el sol ya sesgado hacia el oeste. Las olas cortas y rizadas tenían breves coronas de espuma. Mas allá , hacia el este, se sucedía el perfil quebrado de Manhattan. En media hora había llegado a la altura del Village y dejaba la orilla del río para internarme en el carril bici de la calle Christopher. Desde la bicicleta se ven de otra manera las calles que uno creía conocer mejor, por haberlas caminado tanto. Es como ver a más velocidad los fotogramas de la misma película.

Salgo de clase y el sol todavía está alto. La mezcla de cansancio físico y estimulación mental que siento al final de esas dos horas se aligera con el aire libre y el pedaleo. Esta es la hora a la que suelo tomar el metro de vuelta lleno de gente fatigada y absorta después del día laboral. El metro de Nueva York es mucho más viejo que el de Madrid, y la gente en él va peor vestida y parece mucho más cansada. Así que no hay comparación con regresar en bicicleta por las calles íntimas del West Village y desembocar en la anchura luminosa del río, y volver hacia el norte por esa ruta en la que ahora hay mucha más gente, no deportistas sino personas comunes que salen, igual que yo, de sus trabajos, algunos con trajes y abrigos, con carteras de empleados de banco o de bolsa atadas tras los sillines, un desfile casi tan populoso como el de avenida de Amsterdam a las horas de ir a los trabajos o regresar de ellos.