A veces el cuerpo le pide a uno leer una novela, tan perentoriamente como le puede pedir una cerveza fresca o un plato barato y sabroso de pasta, un viaje o una caminata: una novela con varios centenares de páginas y rica en personajes y episodios, una novela en la que sumergirse varias horas al día como un buzo o un espeleólogo, una novela tren en la que acomodarse durante las travesías en metro y los tiempos en blanco que se presentan a diario en la vida; una novela que sea como una película en una sala de cine o como ese capítulo extra de una gran serie que uno se concede después de la media noche, venciendo el sueño y malogrando el sueño, sacrificándolo al sagrado impulso primitivo de saber un poco más de la historia; una novela en la que se quiere avanzar como sea y al mismo tiempo no quiere uno que se acabe; una novela, además, que no esté escrita hace mucho, que no haya sido desfibrada por generaciones de lectores y críticos, que le ofrezca a uno ese cebo y esa tentación tan poco apreciadas por los expertos, la intriga del desenlace.
Imaginando lo que existe
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