Conocí al profesor Alberto Royo hace dos o tres años, en Pamplona. Yo había ido a dar un seminario a la cátedra Oteiza, y aproveché para aceptar una invitación de Alberto que tenía pendiente, dar una charla en el congreso de la asociación de profesores de Navarra, ahorrándoles el gasto de viaje y hotel. Fue un viaje rápido y “rico de aventura”: me enseñaron por dentro todos los recovecos de la catedral, me pasearon por las calles del barrio viejo, me llevaron al museo Oteiza, me dieron de comer estupendas legumbres navarras, y además me encontré con el amigo Carlos Pérez Cruz, trompetista y activista de jazz y de banda municipal.
Alberto Royo pertenece a una de las categorías de personas que más admiro: los profesores de secundaria vocacionales, entregados a su oficio y exigentes con ellos mismos y con los alumnos. Además de enseñar música y componerla, Alberto escribe de vez en cuando artículos llenos de sentido común y de conocimiento de primera mano sobre el estado de la enseñanza. Me mandó hace unos días uno magnífico que ha publicado en el Diario de Navarra, y a mí me ha faltado tiempo para copiarlo aquí.
Ánimo, Alberto, defensor de la instrucción pública en los páramos del botellón y de Eurovegas.
*Y justo después de escribir este apunte encuentro un artículo sobre el mismo asunto, esta vez del extraordinario historiador Enrique Moradiellos, al que tengo que agradecer siempre, entre otros libros, una cuantiosa biografía de Juan Negrín que me ayudó mucho cuando intentaba imaginarlo como personaje en una novela.