Escrito en la biblioteca

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Algo que no sé hacer es ponerme a trabajar en casa recién levantado por la mañana, después del desayuno. Puedo leer el periódico, puedo contestar alguna carta, poca cosa. Para estar lúcido necesito salir a la calle. Por eso, las mañanas que no tengo que ir a la universidad, cargo el cuaderno  y el portátil en la mochila y me voy a alguna de las sedes de la Public Library que tengo en mi barrio, la de Broadway y la 113, o la de Amsterdam Avenue y la 100. El aire de la calle, la caminata, ya me vivifican. Y más todavía me gusta sentarme en una de esas mesas tan sólidas, grandes, de madera, a ser posible junto a un ventanal, con el rumor de fondo que hace la gente en las bibliotecas, el teclear en los ordenadores, las consultas en voz baja, el roce de las páginas. En la biblioteca de la 113 hay actividades para madres y niños algunas mañanas, y entonces el fondo es algo más chillón, pero uno acaba acostumbrándose. La de la calle 100 es más adulta, más amplia, también un poco más sombría. En esta ciudad donde hay que pagar por todo la Public Library es el reino de la gratuidad absoluta. También el refugio de muchos que no tienen un sitio donde estar tranquilos, o protegidos del frío en invierno, o del calor extremo en verano. A veces un homeless se queda dormido en una mesa, resoplando encima de un periódico. Otras veces a un trastornado le da por hablar a solas, pero suele pasársele pronto, y en último extremo los empleados de la biblioteca tienen costumbre de lidiar eficazmente y con discreción con la gente más difícil.

Hoy he hecho lo que casi nunca hago. En vez de quedarme en una de las sedes de mi barrio -toda la ciudad está punteada de ellas- me he venido a la principal, la célebre, el edificio de los leones y las columnas, en la 42 y la Quinta. Uno sube la escalinata de mármol y se instala sin más en la sala espléndida de lectura, más imponente que una gran salón de baile en un palacio rococó europeo. Qué maravilla una arquitectura de esta escala destinada no a la celebración del poder sino a la del conocimiento abierto a todos. Afuera hace mucho frío, porque el invierno sigo volviendo casi cada día, pero aquí uno se encuentra cobijado y acompañado, y esa circunstancia tan simple me parece el colmo de la civilización. Los turistas pasan y se asoman, desconcertados de que nadie les haya impedido la entrada. Se quedan junto a la puerta, hacen fotos. Casi ninguno se atreve a sentarse. En las mesas hay cajas de madera con pequeños lápices afilados. Me gusta tomar notas con estos lápices de la Biblioteca Pública. Siempre me parece que contienen la inspiración de algo, como un cigarro contiene su dosis de nicotina. Y me acuerdo, claro, de los versos de Borges:

“Yo que me imaginaba el paraíso

bajo la especie de una biblioteca”.