Hubo una edad de oro de la fotografía, como la hubo del teatro isabelino o de la pintura al fresco o de la novela de adulterio o del cine policial o del jazz; una normalidad hecha de talentos excepcionales que se alimentan y se desafían entre sí; un esplendor que surge en toda su plenitud con muy raros precedentes y que nunca dura demasiado; una conjunción de originalidades aventureras y de solvencia artesanal, de imaginación y tecnología y mercado. La edad de oro de la fotografía ocurre más o menos entre los años veinte y el final de los cincuenta; empieza con la invención de cámaras portátiles de manejo fácil y acaba con la ruina de las grandes revistas ilustradas tras la embestida de la televisión. En Europa, en Estados Unidos, en los países más urbanizados de América Latina, hombres jóvenes sin una vocación definida ni grandes credenciales académicas descubren en la fotografía una posibilidad inesperada. Hombres jóvenes y también mujeres. Quizás el arte de la fotografía es el primero en el que las mujeres encuentran un lugar indisputado: Gerda Taro, Tina Modotti, Lee Miller, Berenice Abbott, Lisette Model, Helen Levitt.
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