Novela novel

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La conversación sobre las edades a las que se escribieron algunas obras maestras de la novela me ha hecho acordarme, sin nostalgia, de cuando también yo también  fui “novelista joven”, o “joven narrador”, una etiqueta que no aludía tanto a la edad como a esas agrupaciones arbitrarias a las que son tan aficionados los periodistas y algunos críticos. Yo quería ser novelista. Publiqué mi primera novela y descubrí que era “joven novelista”, lo cual tenía su parte de halago y también su parte de condescendencia. Los periodistas, los críticos, hacían listas y hasta se inventaban sobre la marcha rasgos generacionales comunes. A algunos compañeros míos -entonces descubrí que tenía compañeros, yo que había vivido mi vocación tan solitariamente- les atraía aquella pertenencia, la satisfacción de sentirse miembros de un grupo, y de un grupo que se distinguía por su juventud, por su voluntad de ruptura con lo anterior, que es una cosa que da mucho juego en las artes. Yo pensaba que enorgullecerse de ser joven, o ser elogiado por eso, era aceptar que lo definieran a uno por una circunstancia tan involuntaria como pasajera. Y me acordaba de que Scott Fitzgerald, William Faulkner, Jean Austen, Carmen Laforet, Thomas Mann, tantos otros, habían escrito abrumadoras obras maestras antes de cumplir 30 años, que era la edad recién cumplida que yo tenía en esa época. ¿Era Los Buddenbrock una muestra de joven narrativa? ¿Y El gran Gatsby? Por entonces escribí un artículo que fue el primero que publiqué fuera de Granada, en el semanario Cambio 16, donde Javier Goñi, a quien yo no conocía de nada -yo no conocía a casi nadie de nada- , había escrito una hermosa reseña de Beatus Ille. Mi artículo se titulaba Novela novel , y en él trataba de dar cuenta de estas perplejidades. Guardé el recorte con mucho cuidado,  como guardaba uno entonces esas cosas, los primeros indicios de que podía tener lectores más allá de la ciudad en la que vivía. Luego lo perdí, y ya no recuerdo bien más que el título, así como la foto mía deplorable que lo acompañaba.

Bastaron unos pocos años para que se confirmaran mis sospechas: de pronto los escritores jóvenes eran otros, aunque las cosas que se decían sobre ellos se parecían extraordinariamente a las que nos habían definido a nosotros: la ruptura con lo anterior, la fascinación por las nuevas tecnologías, el cine, el comic, etc. Hubo más premios de narrativa joven, congresos de escritores jóvenes, aunque las edades cada vez iban siendo más tardías. Cuando ganó el Nadal un joven que rondaba los 40 años volví a pensar en la edad a la que lo había ganado, sin el menor aspaviento de juventud, la insuperable Carmen Laforet.