No era el día más adecuado para atravesar la ciudad por esa zona congestionada del Midtown donde está el Cervantes, tan poco atractiva de visitar casi siempre, pero más aún a media mañana, con el agobio del tráfico exagerado por la grisura del día, el viento que desarbolaba paraguas por las esquinas, la lluvia que a pesar del paraguas acaba calándole a uno los zapatos y empapándole los bajos del pantalón. En el hueco de la puerta de un garage cerrado una mujer loca, sentada en el suelo, envuelta en una manta sucia, estrujaba una muñeca de trapo. En días así pienso en la mala suerte de un turista que salga de uno de esos hoteles de la zona de Times Square a la que suelen llevarlos y que quiera darse un paseo por Nueva York. Qué estafa, como habría dicho Haro Tecglen. He salido del metro en la calle 50 y he caminado hacia el Cervantes siguiendo el mismo trayecto que repetí muchas veces cuando trabajaba allí, acordándome de tantas mañanas laborales como ésta. He ido a ver a Javier Rioyo, que aguanta como puede el temporal de los recortes, y a los pocos minutos él me ha contado que vio ayer un telediario español y que lo llenó de desolación la referencia apresurada al aniversario del atentado terrorista del 11 de marzo de 2004. Para mí esa sombra se superpone a la otra sombra de la pérdida de mi padre, que murió tal vez sin despertarse del todo en la noche del siete al ocho. Por eso estábamos en Úbeda el día del atentado.
Me cuenta Javier que en el telediario pasaron en seguida a otra cosa, y, como ya sabe con cuánta solemnidad se recuerda aquí cada año a las víctimas del 11 de septiembre, se le nota que le duele más nuestra incapacidad colectiva para dejar a un lado transitoriamente las diferencias política y honrar con el respeto que merecen las víctimas de aquel atentado, y tantas personas que ayudaron a rescatar y atender a los heridos, y por qué no también los policías que persiguieron a los sospechosos y los entregaron a la justicia y los magistrados que los juzgaron. Qué vergüenza, cuánta mezquindad. Qué rápido se olvida el sufrimiento, la dignidad, el heroísmo. Ahora todo lo que queda de aquello es un cilindro opaco de cristal en una rotonda de tráfico junto a la estación de Atocha.