Es esa hora en que la gente vuelve del trabajo, sube cansada las escaleras del metro en las paradas del barrio, se detiene en las tiendas de ultramarinos con escaparates de flores de las esquinas para comprar algo de última hora antes de llegar a casa. Los restaurantes baratos de Broadway están llenos de comensales que cenan temprano; los restaurantes chinos, los indios, el chino-peruano que nos gusta tanto, La Flor de Mayo, también las expendedurías de comida basura, McDonald’s o KFC, donde siempre se ve, desde la calle, a alguien muy pobre derribado de sueño sobre una mesa, cobijado allí del frío de la calle. Los letreros luminosos flotan en el aire de la calle poco alumbrada por las farolas públicas. El neón que más me gusta es el rosa fuerte de las tiendas de licores. Las bicicletas rápidas de los repartidores de comida pululan por todas las esquinas.
Cerca de las siete y media llego a la panadería, que está desierta y a punto de cerrar. Alguien apila mesas y empuja un contenedor de basura al fondo del local. En el mostrador, con los estantes ya muy vacíos, me atiende una negra alta, muy espigada, con un garbo etíope, con un mandil blanco y una cofia blanca. La sonrisa es fatigada y cordial. Los rizos del pelo desbordan la tela blanca de la cofia. El acento indica lo que yo sospechaba, que viene de África. Me dice, francamente, que está muy cansada. Que lleva todo el día trabajando y tiene muchas ganas de volver a su casa. Me pregunta si yo estoy cansado también, si he pasado un buen día. Esa pregunta formularia, por el tono en que la hace y por la expresión de su cara, cobra un sentido de verdadero interés que desconcierta un poco. Otro signo de que esta mujer llegó de su país no hace mucho. Imagino que ahora la espera un larguísimo viaje en metro hacia Queens o las periferias más lejanas de Brooklyn. La gente trabajadora que se gana la vida en Manhattan no puede vivir en Manhattan. La panadera está tan cansada que se equivoca al darme algo de lo que le he pedido y luego tiene que revisar la cuenta. Me dice que le duelen mucho los pies, de no sentarse en todo el día. En cuanto salgo cierra la puerta detrás de mí y le da la vuelta al cartel, donde ahora pone, finalmente, felizmente, CLOSED.