Fiebre manuscrita

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Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia mundana de pitilleras o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces no más grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en páginas arrancadas de agendas. Escribía en los márgenes y entre las líneas de las copias mecanografiadas de los capítulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y a punto de editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los márgenes fijos del texto impreso, que así recobraba su condición de borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la imaginación permanezca activa. Lo que había parecido definitivo ahora sucumbía a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selvática de nuevas ocurrencias, de vínculos recién descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.

[…]

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