Un rato de silencio

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Qué alivio, haber vuelto a la habitación del hotel, con su balcón que da a la colina ciudad antigua, que se parece mucho a la colina de la Alhambra vista desde el mirador de San Nicolás: la ladera agreste, los cipreses, los verdes sombríos, la muralla, y más allá una lejanía brumosa, un poco marítima, que en Granada es la que lleva a la Vega y luego al mar y aquí está teñida por la claridad caliza del Mar Muerto. Algunas  ciudades me dan como una anticipación, un anuncio, un rescoldo visual de Granada. Me pasó en Toledo, el año pasado, en un cigarral con muros de tierra rojiza y cipreses, con acequias por las que discurría invisible el agua. Me pasó leyendo Bajo el volcán, con esa Quanauac alucinada de callejones y terraplenes que es Cuernavaca pero en la que estoy seguro que también se le superpuso a Malcolm Lowry, en su imaginación alcohólica, el recuerdo de la Granada en la que había conocido a su mujer en los años treinta, el modelo de Yvonne. Esa mujer, Jan Gabriel, escribió ya muy mayor unas memorias de su juventud de americana viajando por Europa que a mí me sirvieron para inventar a la Judith Biely de La noche de los tiempos.

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Después de tanto barullo, de la exposición pública, de las felicitaciones y los denuestos, de unos cuantos mensajes, unos cuantos, traspasados por un odio que hiela la sangre(y que no tiene nada que ver con las discrepancias legítimas sobre mi decisión de venir), lo que me apetece es estar callado, en la habitación, depurándome en silencio de tantas palabras. Uno llega a un sitio con ganas de aprender y se pasa varios días respondiendo a preguntas, cuando lo que le sería de provecho es preguntar y escuchar. Mañana a estas horas estaré volando a Nueva York. He vuelto a encontrarme con mi querido Aharon Appelfeld. He conocido por fin a David Grossman, a quien admiro mucho, por su talento de novelista y por su valentía ciudadana. He paseado por tejados y por subsuelos de Jerusalén con Bárbara Drake, una madrileña arqueóloga que está casada con un israelí y que colabora activiamente en proyectos de educación bilíngüe tanto en la ciudad como en los territorios ocupados. He conocido a la novelista Zeruya Shalev, que era partidaria de la paz y del reconocimiento del estado palestino antes de recibir de lleno, en 2004, la onda explosiva de un atentado que estuvo a punto de costarle la vida y siguió siéndolo después con la misma vehemencia. Es curioso que una persona así hable sin rastro de odio, y que haya un cierto número de presuntos partidarios de la paz y de la justicia que desde la seguridad de Europa, de España, manifiesten un odio de una furia verbal y de una intensidad que yo no había experimentado nunca, o casi.