Parece imposible que los ojos de un solo ser humano puedan abarcar todo lo que vieron los de Roman Vishniac a lo largo de su vida. Miró con la misma curiosidad a los seres humanos y a los animales. Paseó su mirada por más de una docena de países y por dos continentes. Disfrutó de la belleza y la bulla de esa edad de oro de las grandes ciudades que fueron los años veinte y treinta en Europa, pero con igual energía recorrió caminos inhóspitos que sólo podían ser transitados a pie o en mulo buscando las aldeas donde vivían comunidades judías aisladas, absortas en la religión y en la pobreza. Para llegar adonde estaba prohibido o donde sabía que no iban a recibirlo bien, Roman Vishniac se hacía pasar por viajante de telas, lo cual justificaba la maleta en la que llevaba su breve equipaje fotográfico.
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