Una carta a mí mismo

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La gente parece que va más cabizbaja por los pasillos y las escaleras del metro en la mañana del lunes. Para mí también es una mañana laboral: antes de salir de casa he repasado y enviado mi artículo del sábado; por la mañana tengo “horas de oficina” con los estudiantes que hayan pedido cita, y por la tarde, a las cuatro, el taller de cuento breve, dos horas. El día entero en la universidad, con una breve interrupción para comer. Como hace frío y viento la gente de la mañana del lunes llega al metro más embozada y enclaustrada en sí misma: los abrigos, los gorros, el vaho de los alientos, los cordones y los botones blancos de los auriculares. El pavimento de la calle está blanco de escarcha.

En el andén hay dos músicos, los dos muy jóvenes, una combinación rara, guitarra amplificada y trombón, la funda de la guitarra abierta en el suelo, con billetes sueltos de un dólar y monedas. Empiezan a tocar y se vuelve alegría la contrariedad de haber perdido por unos segundos el tren anterior, que además iba muy llenos. Toca el guitarrista, y el trombonista, a su lado, marca el ritmo con el pie y se pone a cantar. Canta con una voz pequeña, muy melódica, con mucho swing, entre de Fred Astaire y Chet Baker. Canta una canción entre irónica y sentimental de los años 30, I’m gonna write myself a letter. Fats Waller la cantaba y la tocaba muy bien. Paul Mc Cartney ha hecho una versión muy digna, con Diana Krall al piano. Cuando termina el estribillo, el trombonista empieza a tocar también, y la mezcla con la guitarra es rara y espléndida, muy liviana, la música flotando sin peso por el andén sombrío y entre la gente que poco a poco empieza a prestar atención. Algunos incluso se desconectan de los auriculares y escuchan. Cuando llega el tren subo a él con el ánimo aligerado y fortalecido para las tareas del día.