Arqueología de uno mismo

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En el bolsillo de un chaquetón que no me había puesto desde el invierno pasado hay un yacimiento de cosas triviales que sin embargo son como los rastros de una vida tan olvidada que no parece la mía, pero que se puede reconstruir poco a poco, parcialmente, como en una excavación en la que no aparece nada decisivo y en la que hay cosas que no se pueden interpretar. Unos billetes sueltos de dólar,  un recibo de la limpieza en seco, con su día y su hora, febrero, media mañana, una factura del supermercado, útil para una posible reconstrucción de hábitos alimenticios, como la instantánea meticulosa de algo que hice y se borró en seguida, igual que la mayor parte de todas las cosas infinitesimales que uno hace, que son las que ocupan casi todo el tiempo de la vida.

Pero lo más misterioso es una entrada de cine, una sola, con un título de película que no me dice nada, Windfall. El espacio en blanco ahora parece más grave. ¿Cómo se me puede haber olvidado tan por completo una película que ví hace solo un año? Me fijo en los detalles: como el arqueólogo con su pequeño cepillo de captar lo mínimo.  Era sábado, era de febrero, compré la entrada a las seis menos cuarto de la tarde, ya bien de noche, en uno de esos cines pequeños del Village donde ponen documentales y películas extranjeras. La sesión empezaba a las seis.

Entonces salta el recuerdo de la película, y la tarde se reconstituye entera, también como una película, la calle oscura, las luces del cine, la noche de invierno, un documental tampoco demasiado atractivo sobre el efecto de las turbinas de energía eólica en una pequeña comunidad al norte del estado de Nueva York. Me veo en el vestíbulo, bajo la luz fría, luego en la sala, con poco público, el silencio antes de que empezara la proyección. No había ningún motivo para que se fijara ese recuerdo. Quizás por eso ahora, recobrado, me parece más vivo, misterioso, casi significativo.

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