Hay días que abrir el periódico español da un mareo literal, una sensación de derrumbamiento. ¿Cómo ha llegado el sistema a corromperse tanto, mucho más de lo que casi todos sospechábamos o temíamos, la trama infame de favores políticos y regalos de empresarios, la desvergüenza de quienes teniendo posiciones públicas no parecían conocer el miedo a ser descubiertos? ¿Qué enorme claudicación social ha permitido que fermentara esa atmósfera de robo consentido, esa descarada impunidad del que no teme que lo avergüencen en público, del que sabe que nunca pagará, que siempre habrá un indulto, una fecha oportuna de prescripción de delito, un silencio, un enjuague?
Uno quisiera aprovecharse de la lejanía para no enterarse, pero no hay manera, y si la hubiese no sería lícito. Me acuerdo de ese derecho a la huida del que habla Baudelaire, creo que en el Spleen de Paris. Ayer hacía una mañana quieta y templada, de niebla ligera, y me lancé a mi paseo favorito, río arriba, hacia el puente George Washington. Hasta la tarde no tenía clase. La niebla añadía amplitudes y misterio al paisaje cercano: permitía imaginar que había viajado uno mucho más lejos, a esas soledades geográficas que sólo ha conocido de verdad a través de la imaginación, en las novelas de Verne. Aquí se mencionó hace unos días una de las mejores, que lo aterraba y lo seducía a uno de niño, las Aventuras del Capitán Hatteras. Verne era un novelista de escritura pedestre que concentraba toda la poesía en sus títulos. Pero para escribir una novela que estuviese a la altura de un título como El faro del fin del mundo habría hecho falta ser Charles Baudelaire. Yo siempre he lamentado que no fuera Baudelaire quien escribiera las novelas de Verne. En menos de media hora de bici llegué a mi faro y durante un rato estuve en el interior de la niebla como en el de una novela.