Dijeron que venía la nieve, hacia la medianoche, y pareció que iba a ser así, por el color blanco que se puso en el cielo y el silencio, y ese frío apaciguado, sin filo de viento, que suele anunciarla. Pero los inviernos aquí le van enseñando a uno que la nieve algunas veces parece que viene, que está a punto, y al final no llega, se queda en una sensación de pura expectativa, de anunciación sin resultado.
Lo que ha venido ha sido el frío. El frío ártico, el frío de los grandes lagos y de los paisajes sin montañas que no interrumpen la línea recta del viento del Círculo Polar. El frío que engaña, cuando se asoma uno a la ventana, porque lo que ve es una mañana de sol, una mañana de sol que al salir resulta vitrificada en un gran bloque transparente de hielo. Es el frío que hiela los primeros brotes temerarios que apuntaban en los árboles, el que entumece las manos incluso en el interior de los bolsillos, el que se cuela insidiosamente bajo la ropa, el que hiela dolorosamente las orejas, el que de pronto descubres que te entorpece hasta el habla, el que suaviza embusteramente el azul del cielo. Un frío antiguo que deja mordeduras de sabañones en las orejas y en las manos. Me suena el teléfono cuando voy por la calle, y cuando quiero contestar descubro que tengo rígidos de frío los músculos de la boca, y que me cuesta formar las palabras más simples, los labios moviéndose sin efecto en el aire.
Ahora dicen que la nieve vendrá el viernes. Pero la nieve es una soberana inescrutable que se presenta cuando quiere.