Todas las cosas interrumpidas que se reanudan sin esfuerzo, con la rapidez de los hábitos, sin intervención apenas de la voluntad ni de la conciencia. La mano derecha sabe que aquí la llave de la puerta no se gira hacia la derecha, sino hacia la izquierda, o quizás es la llave la que ya posee el imán de ese automatismo. Las ventanas que se abren de arriba abajo y no de costado. Los libros que voy reconociendo en las estanterías, aunque mirarlos se parece un poco a examinar la biblioteca de otra persona. Sobre la mesa donde lo dejé ha permanecido un libro que estaba leyendo hace siete meses, los Collected Poems de Philip Larkin, con una señal que me devuelve de golpe uno de los poemas más sobrecogedores que conozco, Aubade, mortuorio y solemne como las coplas de Manrique o como un soneto de Quevedo. La nevera más grande y como más sólida que una nevera española que requiere un mayor esfuerzo muscular para abrirse. Los pasos que me llevan a la tienda de vinos o al supermercado, o al mercadillo dominical de los granjeros. El interruptor que pone en marcha el otro idioma al encontrar en la calle a un vecino que me pregunta dónde he estado todos estos meses. El gesto de abrir la puerta a primera hora y ver en la entrada el New York Times del día. La impaciencia de los talones al acercarme al sótano de las bicicletas y casi el remordimiento al descubrir que al cabo de tanto tiempo a la mía se le han desinflado las ruedas. Los caminos del parque, y luego de la orilla del río, su amplitud marítima acentuada por el oleaje que provoca el viento del oeste: y luego el viento frío en la cara, el olor a limo y a algas, y el pequeño faro rojo bajo el puente George Washington, la rivera pedregosa que me hace pensar novelescamente en la Patagonia o en el Cabo de Hornos, pura poesía de los nombres. Al fondo, hacia el sur, la ciudad, como un largo acantilado en la bruma, no muy distinto a tanta distancia de esos palisades del otro lado del río. Se llega en unas horas, pero se tarda más en estar de vuelta.
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