Nervios y víspera

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Uno se da cuenta de que está nervioso porque las cosas empiezan a rehuirlo y desaparecen a su alrededor, como esos animales que en apariencia sin motivo rehúyen a algunas personas, sabiendo sólo ellos por qué. El pasaporte, que estaba sobre la mesa, ha aprovechado un descuido para volver a su cajón o para instalarse en una balda de la biblioteca, provocando un rato de búsqueda ansiosa. Iba a salir a hacer unas últimas compras y cuando palpo en el bolsillo antes de cerrar ya no encuentro las llaves que hace un momento parecían estar allí, y que se ve que han decidido volver a la mesa en la que estuvieron hace un rato. El cargador del Kindle, el cuaderno de notas, las llaves del apartamento de Nueva York, sólo se rinden después de una redada en toda regla, y al menor descuido es seguro que alguno o todos ellos volverán a escaparse, aprovechado cualquier intersticio para sus planes de fuga. Sólo las cosas que se quedarán aquí muestran una fidelidad inncesaria, como amigos pelmazos que se presentan en las circunstancias más inoportunas.

Cuesta encontrar un centro de sosiego en el barullo del último día: ir en bici a las tareas variadas: a ver a este amigo médico en su hospital y escuchar, precisamente hoy, su queja contra estos saqueadores de la sanidad pública que no se molestan ya ni en disimular el destino obsceno de sus robos; a comprar alguno de los libros que necesito para el curso de este año; a comer y conversar on Antonio, con la veladura de tristeza de la despedida; a volver a casa por un Madrid nublado que a media tarde se va despejando de tráfico en el principio del fin de semana. Mañana, a estas horas, estaremos volando sobre el Atlántico norte, un poco derrumbados en el asiento,  con ese alivio que le sobreviene a uno, como un regalo necesario, cuando se han apagado las alarmas del despegue y se oye el chasquido de los cinturones de seguridad que van desabrochándose.