Me producen una fascinación morbosa esos genios siempre anónimos, los inventores de eufemismos, los que acuñan expresiones sonoras o neutras para encubrir la realidad, para suavizar sus ángulos, incluso para cambiar de arriba abajo su naturaleza. Los hubo directamente criminales, como aquellos que llamaban a los asesinatos terroristas “socialización del sufrimiento”; los hay de un cinismo tan efectivo que hace falta muy cuidado para no contagiarse de sus embustes y sus circunloquios. En qué momento, por ejemplo, dejó de decirse paro, que suena tan áspero, y se generalizó desempleo: quizás cuando el despido de los trabajadores se empezó a llamar “expediente de regulación de empleo”. Tres palabras en vez de una sola. Quisiera saber a qué ejecutivo se le ocurrió que a partir de un cierto momento los viajeros de los trenes pasáramos a llamarnos clientes, que debió de sonarle como más dinámico, o quién decidió que alumno ya no era una palabra aceptable. Pero ahora mi preferido es ese término que no se les cae de la boca a los energúmenos de la política dedicados a desbaratar la sanidad pública, gente de la calaña de ese consejero catalán que aseguraba que no existe el derecho a la salud, porque la salud depende del patrimonio genético. Ellos no privatizan, aseguran. Lo que hacen es “externalizar la gestión”. Privatizar se ve que les suena feo hasta a ellos mismos: suena demasiado a saquear. Externalizar es un verbo que tiene una sílaba más, y que suena mucho más técnico. Como cuando a los genios de la “comunicación” militar americana se les ocurrió decir “daños colaterales” en vez de “víctimas inocentes”. Llamar a las cosas por su nombre es más que nunca un acto de subversión política.
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