Los últimos días del año pasado y el primero de éste tuvieron una grisura idéntica que acentuaba el silencio del barrio y la sensación de paréntesis en el tiempo, de tiempo aplazado y casi detenido. El uno de enero me gusta salir pronto a la calle sin nadie, en la que no se oye casi nada más que los pájaros. Prestando atención se advierte que falta el bajo continuo del tráfico en la M-30. Como hay una niebla húmeda en el aire esta zona apartada y vecinal de Madrid tiene un sosiego de periferia europea. En la mañana del 1 de enero suelo sentir una mezcla de calma y congoja, una congoja de capas sucesivas en la que interviene la alarma por el paso del tiempo, la recapitulación del año vivido y el espacio en blanco del que acaba de empezar, intacto como un cuaderno recién abierto en el que se acaba de anotar la primera fecha; y también, ya en perspectiva, la alegría del viaje próximo a Nueva York con su reverso de despedidas y ausencias.
De modo que ha sido un alivio salir hoy a la calle, de nuevo llena de gente, de autobuses, de tráfico, salir al día de frío y sol, despejado de nieblas y de tentaciones dañinas de pesadumbre, instalarse en el presente, en una fecha sin resonancias de fiestas, el ahora simple de los días laborables.