Cada día, durante todo un año, a diferentes horas, un hombre se interna en un bosque y busca la roca que eligió en su primera exploración, lo bastante plana como para sentarse confortablemente en ella, con la espalda erguida y las piernas cruzadas, en la actitud budista de meditación. La roca domina un pequeño espacio irregular en el suelo del bosque, un círculo imaginario de un metro de radio, el tamaño aproximado de una mesa de comedor. No hay nada de particular en esa localización precisa. La razón de elegirla es que está al pie de la roca, y que el hombre sentado en ella puede observarla cómodamente de cerca, algunas veces arrodillándose o hasta tendiéndose en el suelo para ver más detalles. Lleva una lupa de bolsillo, un cuaderno y un lápiz. Procura permanecer tan quieto como le es posible y no alterar ni con sus pisadas ni con sus manos esa fracción del bosque a la que llama “el mandala”, usando un término de la cultura budista tibetana.
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