Vinieron Miguel y su amigo Darío e instalaron la compostadora en una esquina del jardín. Se conocieron en la universidad. Darío se especializó en Historia medieval y se gana la vida como jardinero. De las dos materias habla con igual conocimiento. Me trae una bolsa llena de césped cortado hace poco, y me enseña cómo mezclarlo a las hojas secas de mi jardín y a los restos vegetales para que arranque el proceso orgánico de la compostación. De pronto casi nada de lo que antes tirábamos es basura: cada día los residuos de la cocina componen un tesoro. Las hojas más verdes de la lechuga, las de las cebollas, las pieles de las patatas, los nabos, las zanahorias, los tomates, las berenjenas, las frutas, las granzas del café, las hojas ya hervidas del té, la pulpa de las naranjas de zumo, las cáscaras de huevo, los troncos de las coliflores, los cabos duros de los espárragos, las recias hojas exteriores de las alcachofas. Todo va a la compostadora, y yo levanto la tapa con impaciencia varias veces al día, como si de ese modo se acelerara la descomposición. Me asomo a ella como a un pozo y cada día sube un olor más profundo de bosque, el vaho fértil de los microorganismos en plena tarea.
Darío ya ha elegido la zona en la que pondrá unas jardineras con hortalizas para el próximo verano, aprovechando el abono esposo y oscuro que sacaremos de la compostadora. Habla con solvencia de bacterias aeróbicas y anaeróbicas, de los parásitos de los tomates y de la condición de los campesinos bajo el feudalismo. Va a todas partes en bicicleta y es vegetariano, pero no tiene ni rastro de dogmatismo ni de ascetismo. Se le ve en la sonrisa que disfruta bastante de la vida. Esta gente tan joven y tan seria, tan comprometida en causas prácticas y sin embargo tan libre de las fantasmagorías ideológicas que intoxicaban a esas edades a mi generación, me da tranquilidad y esperanza.
Postdata: se agradecen consejos de compostadores veteranos.