Tengo una queja sobre los viajes: casi todos son demasiado cortos, en avión o en tren, salvo los que duran tanto que me disuaden de emprenderlos. A las diez y media de la mañana estaba yo en una sala de embarque del aeropuerto de Lisboa, absorto en una edición de los poemas oraculares de Álvaro Campos, ese heterónimo de Fernando Pessoa que está entre Walt Whitman y lo mejor del Poeta en Nueva York. Y poco más de dos horas después estaba ya en Madrid y en lugar de ser las doce y media o la una eran las dos, porque la velocidad del viaje la exageraba esa hora más que es una de nuestras fronteras sutiles con Portugal. Tan cerca, tan lejos. Cuánta distancia cabe en unos cientos de kilómetros, para bien y para mal: para mal por el desconocimiento estúpido de un país y una lengua que tenemos al lado y en los que tanto hay que mirar y aprender; para bien porque al cabo una hora en avión se disfruta de todas las ventajas de la lejanía, un exotismo templado a la vuelta de la esquina.
Me gustaba y me daba envidia escuchar a Paula y Arturo hablar tan bien en portugués. Nos enseñaron el apartamento en el que viven desde hace unos meses, al final de un callejón que era también una escalera en la Alfama, donde sigue habiendo, igual que en mis primeros paseos de hace veintitantos años, un olor de sardinas asadas y de condimentos africanos. Me gusta escribir su dirección en alguna de las postales que les envío: Escadinhas das portas do mar.
En el avión, camino de Madrid, seguía leyendo a Álvaro de Campos. Hay personajes, novelas enteras, que son autobiografías al revés, negativos exactos de la realidad del autor, confesiones íntimas no de los que ha hecho sino de lo que no hará nunca: el sedentario Pessoa inventa en Álvaro de Campos a un viajero permanente, un portugués transterrado en Inglaterra, habituado a las travesías oceánicas, viajero por el canal de Suez. De este modo el personaje más autobiográfico de Stendhal sería el Fabrice del Dongo italiano y aristócrata del que se enamoran todas las mujeres, porque nada habría deseado más Stendhal que ser esas tres cosas.
Ahora leo a Álvaro de Campos traducido por José Antonio Llardent y tengo al lado, para no perderme su música, el poema original:
Al fin, la mejor manera de viajar es sentir,
sentirlo todo de todas las maneras.
Sentirlo todo excesivamente,
porque todas las cosas son, en verdad, excesivas,
y toda la realidad es un exceso, una violencia,
una alucinación extraordinariamente nítida
que todos vivimos en común con la furia de las almas,
centro hacia el que tienden las extrañas fuerzas centrífugas
que son las psiques humanas en su armonía de sentidos.