Por muy arriba que suba uno, con empeño de sherpa, por las cuestas y las escalinatas de Lisboa, siempre habrá otra cima que esté más alta aún, otro mirador o torre blanca de iglesia o muro vertical de jardín coronado de palmeras y bougainvillas. Desde la ventana de nuestra habitación veo una ladera boscosa que me recuerda las barrancas del Darro cuando uno mira hacia arriba desde el Paseo de los Tristes y las murallas de la Alhambra se alzan a una altura tibetana. En Lisboa me acuerdo de los versos granadinos de Lorca: Dejadme subir al menos/ hasta las altas barandas. La torre de la iglesia de Graça, con su mirador en el que hay escrito un poema magnífico de Sofia de Mello, y un poco más lejos el castillo de San Jorge, que ahora mismo, ya de noche, parece más que nunca la Alhambra: y más a la derecha los tejados de la Baixa, y al fondo la guirnada de luces del puente 25 de Abril. Por las cuestas trepan los pequeños tranvías con equilibrio inverosímil, y al llegar a lo más alto parecen a punto de despeñarse en la bajada: al fondo de una calle con ropa tendida en los balcones se ve la anchura del río como una lámina brumosa de acero.
Desde por la mañana había una gasa tenue en el aire que suavizaba más aún los colores de los tejados y de las fachadas, los rosas, azules, verdes casi grises. El descenso lo va llevando a uno sin esfuerzo, casi sin que intervenga la voluntad, a las plazas anchas, ricas de vida popular, el Rossio y A Figueira, y luego, siguiendo la perspectiva de la Via Aurea, a la gran Praça do Comércio, con su magnificencia austrohúngara atemperada por el desgaste del aire y la humedad del río, el gran estuario de todas las navegaciones portuguesas. No me acordaba bien de los peldaños estriados que bajan hasta la orilla, batida por las olas, resbaladizos de algas con la marea baja, las dos columnas que son el vestíbulo del mar. Sobre cada una de ellas se ha posado una gaviota, con una majestad simétrica de animales egipcios.