Después de haber trabajado tanto en él, de haber reescrito, revisado, corregido pruebas, páginas y páginas llenas de esas pequeñas notas con las que van punteando el texto los editores y correctores, las palabras enfadosas que se repiten, los errores obvios; después de todo eso, cuando uno ya es incapaz de ver de verdad lo que ha escrito, cuando de tanto repasar ya lo único que siente es aburrimiento o rechazo: entonces un día se abre un paquete, un sobre, y ahí está, siempre inesperado, de pronto, completo, con su portada y su volumen, con su cualidad tangible, el título, el nombre de uno en la cubierta, la foto y la biografía en la solapa, etc.
Para mí ese momento ha sido siempre muy raro, como neutro. Lo que se ha esperado tanto ahora tiene como una cualidad inerte entre las manos. Un lo abre, casi con miedo, con reparo, y reconoce apenas lo que uno mismo escribió, de pronto lejano, exterior, como después de esa última pincelada de la que decía Juan Gris que era la señal de que un cuadro se había ido ya de él. Está bien que sea así, por otra parte. El libro ya ha dejado de pertenecerle a uno. Si tiene algún sentido se lo dará quien lo lea. Uno va persiguiendo, como el Johnny Carter de Cortázar, no la música que ya tocó, sino la que está tocando mañana.
Hay una ilusión temerosa siempre, que dura unos minutos, hasta que, después de mirar y tocar mucho el libro, casi con la atención táctil con que un ciego quiere hacerse idea de un objeto, uno lo deja sobre la mesa, o en la estantería, objetivo y ajeno, un libro más entre tantos. Pasan los años y los libros y esa punzada, por fortuna, se mantiene idéntica. Su brevedad no la hace menos valiosa. Me sucedió de nuevo el viernes por la mañana. Llamó un mensajero, me entregó un paquete, firmé el recibo, la rutina diaria, un paquete más con un libro, enviado por quién. Pero lo abrí y era el mío, el nuevo, este Atrevimiento de mirar que presentamos mañana, en el Thyssen, a las 7.30 -quien acuda de esta casa será bienvenido- y que para mí es sobre todo una declaración de amor al oficio de los pintores, a esa entrega obstinada al trabajo que tienen todos los que he conocido, ensimismados en sus talleres, haciendo cosas con las manos, manchándose, día tras día, la vida entera, unas veces con reconocimiento y otras sin él, íntegros y solos, mirando como no mira nadie.
Dos de los ensayos, los últimos, proceden de conversaciones muy largas con dos pintores a los que admiro mucho, Juan Genovés y Miguel Macaya: Juan Genovés que se levanta a las cuatro de la mañana, cada día, con más de 80 años, para aprovechar el silencio y pintar con más recogimiento; Miguel Macaya, que pinta animales solos, boxeadores viejos, banderilleros fracasados, desnudos deslumbrantes.
Con saber dibujar un poco me conformaría.