Bastan unos días de quedarse en casa por culpa de un catarro pesado para que al salir a la calle parezca que se vuelve de un viaje largo, de una estancia en otro país. Uno se aventura entre ilusionado y temeroso en el resplandor frío de la mañana, con algo de la torpeza de un convaleciente, porque se ha pasado varios días de la cama al sofá, del sofá al escritorio, ya que el grado de malestar o el simple hábito del trabajo no autorizaban una holganza plena. Sin duda es lícito, después de una mala noche por culpa de la tos y la dificultad de respirar, quedarse la mañana entera en la cama, con la luz apagada, notando la profundidad bienhechora del sueño. Pero el ruido de los cubiertos anuncia de lejos la hora de comer, y después hay que sobreponerse al letargo del resfriado para responder cartas, para avanzar algo en un trabajo atrasado, en una lectura. En el insomnio y el silencio de las cuatro de la madrugada me había hecho una compañía extraordinaria el Viaje del Beagle , de Darwin: no hay novela de aventuras que se le compare en variedad y riqueza, en la poesía del asombro continuo ante todo.
Esta mañana salgo, ya sin excusa, con gana, y esta ciudad a la que he vuelto parece más otoñal y despejada que nunca, los cielos azules, los seis arces jóvenes que hay en una mediana de tráfico cerca de mi casa incendiados de rojos, unos rojos que me hacen acordarme de mi otra ciudad, donde hoy es Thanksgiving, el día de Acción de Gracias que por primera vez en bastantes años no vamos a celebrar allí. Cuando abro el portátil, temiendo el número de mensajes que encontraré, hay uno de Marina Pérez-Agua, que es estudiante mía en Nueva York, y que ha hecho un envío colectivo de un poema muy adecuado para la fecha, el Otro poema de los dones, de Borges. La expresión de la gratitud es uno de los cauces más antiguos y más nobles de la poesía. Como por aquí andan tantos amigos del Río de la Plata, he escogido esta lectura en voz alta: