Los buenos músicos a los que he conocido no tenían prejuicios hacia otras formas musicales que no fueran la que ellos ejercían, y sí una atenta y respetuosa curiosidad. Una vez tuve la ocasión de cenar con Alfred Brendel en Madrid, después de un concierto suyo, y me preguntó con mucho interés por cantaores flamencos, y por directores y actores del cine español, por cierto, a los que era muy aficionado. Mi querido Joseph Horowitz, musicólogo formidable -no hay pianista que no haya leído con reverencia sus Conversaciones con Arrau- , se acuerda de cuándo descubrió a Juanito Valderrama en una cita antediluviana que compró en un bar de carretera, durante un viaje por España. Fue Manuel de Falla quien más hizo, junto a un García Lorca jovencísimo, por rescatar la nobleza del flamenco en el festival de Granada de 1922. Hace tiempo conté aquí la amistad que unía a Arnold Schönberg y a George Gershwin, que jugaban al tenis a diario en Hollywood. Fue Schönberg quien hizo una bella necrológica tras la muerte de Gershwin, a quien en sus últimos años le amargaron la vida los estirados del establishment clásico americano. Richter terminaba de tocar en Carnegie Hall y tomaba un taxi en la misma calle 57 para subir a Harlem a escuchar a Art Tatum. Béla Bartók se pasó parte de su vida recorriengo los pueblos más apartados de Rumanía y de Hungría en busca de músicas populares que transcribía y grababa. A directores de orquesta y a compositores muy serios les he oído maravillas sobre las melodías y las armonías de los Beatles. Cuando viajó a Estados Unidos a finales de los años veinte Ravel sólo quería que lo llevaran a escuchar jazz y blues. El segundo movimiento de su sonata para violín y piano se titula, precisamente, Blues. Antes de que el jazz se llamara jazz Debussy estaba incorporando aires de danzas afroamericanas en algunas de sus piezas para piano. A Ligeti Thelonious Monk y Bill Evans le inspiraron algunos de sus preludios. En suites y sonatas Bach incorpora sin reparo danzas campesinas. Ligeti y Steve Reich se han empapado de los ritmos de tambores y de las polifonías africanas. John Coltrane tomó lo que puede parecer un valsecillo azucarado de Sonrisas y lágrimas – My Favourite Things- y lo sometió a variaciones e improvisaciones inagotables que están, probablemente, entre las cimas de la música del siglo pasado.
Unas músicas nos llegan más que otras, o nos importan más que otras, y hasta eso cambia mucho a lo largo de la vida. Las primeras emociones musicales que recuerdo, intensísimas, se las debo, entre otros, a Manolo Escobar, a Lola Flores, a Antonio Molina, a Juanito Valderrama. Empecé a aficionarme a la música clásica porque a un amigo mío de Úbeda, Nicolás Latorre, le habían regalado en el concurso Cesta y Puntos un pequeño tocadiscos portátil y un disco con Las cuatro estaciones. Durante mucho tiempo no tuvimos otro. Yo me iba a su casa por las tardes y escuchábamos Las cuatro estaciones. Todos los días. Cara A y cara B. Después alguien nos prestó la sinfonía Nuevo Mundo , y a los dos nos sorprendió encontrar en ella lo que habíamos creído hasta entonces que era una canción de Mocedades. Poco después, Nicolás encontró, en un estanco nada menos, y a un precio accesible hasta para nuestra penuria, un disco de segunda mano con el Concierto para cello y orquesta de Dvorak. Pero también me gustaban Quilapayún, Bob Dylan, Violeta Parra, Paco Ibáñez, The Animals, Frank Zappa, John Mayall, lo que uno iba encontrando. Cayó en mis manos un disco de José Menese y me aficioné al flamenco. Luego estuve en un recital de Carmen Linares y de Rafael Romero, el Gallina. En un disco que me dejó alguien con la banda sonora de una película sobre Isadora Ducan que me había impresionado mucho escuché por primera vez fragmentos de La consagración de la primavera. Sin que me diera mucha cuenta Stanley Kubrick hizo mucho por mi educación musical: cómo no estremecerse en La naranja mecánica con el arranque de la Música para el funeral de la reina Mary, aunque uno no supiera quién era Purcell, aunque sonara en la versión para sintetizador ideada por aquel compositor que primero se llamó Walter y luego Wendy Carlos.
Y aquí sigo, ávido por descubrir y por compensar la falta de educación musical con afición y curiosidad, dejándome guiar por lo único que tengo, el gusto de escuchar, el hábito que se ha ido formando a lo largo de los años.