Viajando ahora por Europa cuesta imaginar que aquí estuvo el corazón de las tinieblas; viajando en tren sobre todo, en esos trenes veloces y civilizados en los que es tan grato dejarse llevar, mirando por la ventanilla, leyendo o escuchando música con la cabeza recostada en un buen asiento. Por esos paisajes verdes europeos no es raro que al viajero español le ronde una melancolía noventayochista, pensando comparativamente en nuestros secanos, en nuestros roquedales ásperos, acordándose de nuestros pueblos desfigurados por la especulación al ver en el horizonte la aguja de una iglesia levantándose como un lápiz muy afilado sobre un grupo de tejados rojizos. En los campos de Holanda, en los de Dinamarca, las vacas miran pasar el tren con una calma de rentistas entre aburridos y solemnes.
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