Emanuel Ax es un gran pianista que tiene andares de buena persona. Fui anoche a verlo al Auditorio Nacional, y tanto como su manera de tocar a Beethoven y a Schubert me gustó su aire modesto, el modo en que bajaba la cabeza cuando volvía de la puerta de camerinos para seguir agradeciendo un aplauso que no terminaba. Emanuel Ax, con una carrera tan larga y tan reconocida, camina sobre el escenario con algo de torpeza, como un tímido que nunca llega a tener desenvoltura cuando es observado en público. Mis amigos de la fundación Scherzo, que organizaba el concierto, me contaron que después del ensayo de por la mañana había regresado a su hotel en metro.
A un artista que no es maniático ni caprichoso ni excéntrico siempre se corre el peligro de no valorarlo como merece. Lo que se llama el genio es sobre todo un cálculo de propaganda. Con sus andares algo toscos, con su cara redonda y tranquila bajo el pelo blanco, Emanuel Ax llega al piano, se sienta frente a él y se queda un momento quieto, como pensativo. Ni en su actitud ni en su manera de tocar hay rastro de esas gesticulaciones que son como signos de admiración que flotan sobre algunas cabezas desmelenadas como indicadores del genio.
Y cuando toca -dos sonatas de Beethoven, una muy larga de Schubert, la última, su despedida de la música y casi de la vida, a los 31 años -lo hace con una especie de cortesía: hacia el compositor, hacia el público, porque al no imponer su propio amaneramiento, o la evidencia de su calidad de intérprete, deja, por un lado, que la obra del músico parezca revelarse por sí sola, y por otro, que el oyente tenga la sensación de encontrarse con ella a solas, en una intimidad en la que no parece haber nadie más, ni siquiera el intérprete.
De modo que el talento máximo puede no ser una presencia impositiva y aparatosa, sino una desparición: así en una película nos seduce tanto la historia que se nos olvida que está interpretada por actores y organizada por un director, y una buena página de literatura cobra la naturalidad o la objetividad de lo que existe por sí mismo, o una fotografía parece simplemente un fragmento de vida.