Vivos retratos

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Con el otoño llegan las grandes exposiciones a Madrid. La Gauguin y el exotismo en el Thyssen, que tuve la suerte de ver mientras se montaba, es una maravilla equiparable a la de cualquier museo internacional. Se lo dije a su comisaria, Paloma Alarcó, y no sé si ella acababa de creerme, por esa resistencia de las personas serias a creerse del todo los elogios a lo que hacen: es una exposición que está a la altura de las del Metropolitan en Nueva York.

Aún no he tenido tiempo de ver la que hay en la Fundación March, La isla del tesoro, que es un resumen de cinco siglos de arte británico, pero estoy seguro de que será admirable. Y estoy impaciente por visitar a una que promete ser muy singular, la de la colección del galerista Leandro Navarro en el Lázaro Galdiano. Es desafortunadamente raro en España que se muestren buenas colecciones particulares.

En Madrid, ahora mismo, y a pesar de la crisis, el nivel profesional de las personas que trabajan en los museos y en las exposiciones es muy alto. En algunos casos la austeridad ha sido benéfica, al eliminar dispendios. Para mí no hay mezcla más gustosa de afición y trabajo que pasar la mañana en una exposición. Me gusta el paseo hasta llegar allí, caminando o en bici, la disciplina de llevar mi cuaderno de notas. Y me gusta también que haya siempre tanta gente en las salas, gente común, no expertos. Da una idea confortadora de la ciudadanía. Unas veces la visita da para un artículo y otras no, pero mirar con atención siempre educa.

El otro día fui a la fundación Mapfre, en Recoletos, a ver la exposición de retratos traídos del Pompidou de París. Muchos de ellos son excepcionales. Hay una escultura en bronce en la que Alberto Giacometti retrató a su hermano Diego, y junto a ella una frase suya que me apresuré a copiar en el cuaderno:

“La aventura, la gran aventura, es ver surgir algo desconocido cada día en el mismo rostro: es algo más grande que todos los viajes alrededor del mundo”.