A Salman Rushdie lo sacan siempre con cara de perseguido en las fotos. En persona es amable y propenso a la sonrisa, y tiene una gran disposición para disfrutar de todo, lo mismo la cena que la conversación. Ya era así cuando vivía escondido, la primera vez que me encontré con él, hace ahora 17 años justos. Parece que fue ayer. Ahora vive tranquilo, sin guardaespaldas ni artificieros que lleguen una hora antes al restaurante en el que va a cenar, pero su aspecto es más o menos el mismo que entonces, salvo la breve barba que ahora es gris y la cara más redonda.
Hemos cenado con él, invitados por su editor español, Claudio López de Lamadrid. Rushdie tiene cara de cansancio, porque llegó esta mañana muy temprano de Berlín, y lleva ya una temporada de promoción de sus memorias por Europa y Estados Unidos. Pero disfruta mucho contando cosas y también pregunta sobre la situación en España, y aprecia el sabor de los tomates de la ensalada y del vino tinto. Ya no hay que cenar con él en reservados con vigilancia. En el salón ruidoso del restaurante la gente lo mira y hay quien se acerca a él para estrecharle la mano y mostrarle su simpatía. Se acuerda de cuando estuvimos en la Alhambra, en septiembre de 1995, a la hora en que acababan de cerrarla para los visitantes. La Alhambra desierta, en la luz suave de septiembre en Granada, y mi amigo el profesor Emilio de Santiago explicándole a Rushdie cada estancia, traduciéndole los versos en árabe de las paredes. La Alhambra le hacía acordarse del Castillo Rojo de Delhi.
Ahora, por fin, ha contado en un libro aquellos años que vivió amenazado y escondido, condenado a muerte. Dice que le habría sido imposible hacer ficción con ese material: hay cosas que tienen que ser contadas exactamente como sucedieron. Le pregunto por su hijo mayor, Zafar, que tenía 9 años cuando empezó todo, y que era, según recuerdo, su mayor preocupación en aquellos tiempos. No quería que su hijo sufriera, que se viera alterada su vida de niño. En el reportaje que escribí entonces no pude contar que se veían con frecuencia. Ahora Zafar es un hombre joven de 33 años perfectamente jovial, sano, tranquilo, sin sombra de trauma. “Mucho más equilibrado que yo”, dice Rushdie, y se echa a reir. Este hombre apacible es un héroe de algunas de las cosas que más me importan: la libertad de expresión, la libertad de imaginar y contar.