En otro mundo

Publicado el

Tenía razón Paul Éluard: qué extraordinario que haya tantos mundos, y que todos se encuentren en éste. Ayer por la mañana unos amigos profesores me llevaron a dar una charla al centro en el que trabajan: la prisión de Soto del Real. De lejos es como las prisiones de las películas: una torre de vigilancia y un perímetro de muros de cemento rodeando edificios iguales. La sensación de lejanía opresiva era más intensa por culpa del calor: la llanura despoblada, los muros. En el interior, después de varios controles sucesivos, todo resulta de una normalidad sorprendente. Hay un extenso jardín en el que se atarean internos, como ellos dicen, con monos de trabajo, herramientas, carretillas. Hay una biblioteca en la que me saluda un preso que está estudiando un libro de Historia del Arte para examinarse en la UNED. Estos profesores dan clases de Primaria y de Secundaria, y también cursos de español para extranjeros, porque bastantes presos lo dominan con dificultad. Algunos aprenden aquí a leer y a escribir. “Si ellos no me cuentan por qué están aquí yo no les pregunto”, me dice Emilio, profesor de español. “Mi trabajo es como el del médico de la prisión. Lo que haya hecho alguien no importa a la hora de curarlo”.

Me llevan a la sala de profesores, muy parecida a la de cualquier instituto. Por el camino nos encontramos con personas que unas veces tienen aire indudable de presos y otras no. Todos son amables conmigo. Alguno me pide que le dedique un libro. El trato con los profesores es a la vez respetuoso y familiar. En el salón de actos, donde se celebra la fiesta de fin de curso, miro las caras del público antes de empezar a hablar. Hay africanos, hay gente de América Latina, de Europa del este. Los españoles no parece que sean mayoría. Un profesor me ha contado que algunos presos llegan aquí sin saber en qué parte del mundo están, sin haber visto nunca un mapamundi ni tener la menor idea de geografía. Son campesinos sin instrucción que han salido de un pueblo de Colombia, cargados de droga, embarcados por los narcotraficantes en un vuelo hacia Madrid. En cada vuelo viajan varios: el destino de uno o dos de ellos es servir de cebo evidente para que la policía los detecte y los otros puedan pasar sin problema. A veces son los mismos narcos los que dan el chivatazo selectivo.

Los profesores hacen su trabajo con una entrega absoluta. Noto en ellos menos desgaste que en algunas escuelas “normales”. Inevitablemente pienso en la crueldad punitiva del sistema penitenciario americano, con sus uniformes humillantes, son esposas y sus cadenas, sus sentencias de dureza y duración inhumanas, que afectan mayoritariamente a los mismos de siempre, a los pobres, a los negros, a los castigados de la vida, tratados peor que animales, destinados literalmente a pudrirse en prisión. Y me siento orgulloso de las cosas que se hacen bien en mi país, y de mi ciudadanía europea, a pesar de todos los pesares. Un profesor me enseña un cuento que ha escrito un preso de Guinea Ecuatorial para su hijo: las palabras partidas por la mitad o pegadas entre sí, la caligrafía torpe y laboriosa de quien está aprendiendo y todavía sostiene con dificultad el bolígrafo.

Éluard
Éluard