Voy charlando con Raúl por la acera, en un barrio tranquilo de grandes villas y jardines de Roma, cerca de los muros de la Villa Albani, y sucede algo de lo que tardo en darme cuenta. A nuestro lado, cerca de la fachada, como amparándose o escondiéndose en nosotros, va un hombre pequeño y muy moreno, asiático, quizás de Sri Lanka o de Timor, uno de tantos emigrantes que pululan por Roma vendiendo bolsos pirateados y baratijas, yendo de mesa en mesa por los restaurantes sin obtener nada. El hombre lleva una caja de mecheros de colores y muchequitos o llaveros y tiene cara de terror, y mira con disimulo al otro lado de la calle mientras no deja de protegerse en nosotros, llevando nuestro paso. Tiene los ojos muy negros dilatados por el miedo. De lo que tiene miedo es de un gigantón rubio que le grita cosas desde la otra acera: tosco, con la cabeza pelada, en bermudas y camiseta, ronco de tanto gritar, los ojos claros enrojecidos, quizás borracho. Le llama negro de mierda y le dice que deje de joderlo y que se vaya a su país de mierda. Le dice otros insultos que yo no llego a entender. Cruza la acera y al verlo venir el otro echa a correr. El gigantón lo acorrala. Raúl iba tan absorto en la conversación que no se daba cuenta: los gritos formaban parte del ruido de la calle. El gigante continúa los insultos. Dice algo de la policía y el otro literalmente tiembla, negando con la cabeza. En lugar de huir está paralizado y hechizado por el miedo. El gigante escupe en el suelo y sigue insultando. Nos acercamos para ayudar al hombre pequeño y asustado. El gigante hace gestos de amenaza e indica con gestos que va a sacar algo de la mochila. El otro suplica, tiembla, se le caen las cosas al suelo. Llega más gente que ha oido los gritos. Una señora mayor se enfrenta al gigantón. De cerca se ve que también es un desgraciado: está borracho, es pobre, también es extranjero, de Ucrania, dice a gritos. Todo es cofuso por el desorden general de Roma, por los gritos de unos y de otros, por mi italiano limitado. En la cara de terror del hombre pequeño que ahora recoge del suelo sus pobres mercancías está todo el desamparo del emigrante perdido muy lejano del suyo en el que no entiende nada, en el que no tiene nada. Pero la gente se ha portado bien y ha salido en su defensa.
Más tarde, por la ventanilla de un taxi, veo al gigante de cabeza pelada dando vueltas entre el tráfico, rebuscando entre la basura de una papelera.