Solo unas horas después Trieste ya se recuerda muy lejos, sobre todo desde el esplendor y el caos de Roma. Contra el cielo blanco de calina se dibujan las siluetas prodigiosas de los pinos romanos, con sus copas redondas que empiezan tan alto y sus troncos desnudos de corteza cuarteada. El taxi nos lleva al hotel, a espaldas del Panteón. Elvira dice que Roma la emociona ya desde la autopista que lo trae a uno del aeropuerto. Entonces la asalta una erupción cutánea que se le había insinuado anoche y de pronto somos dos personas alarmadas y desvalidas a causa de una emergencia sanitaria en un país extranjero.
Casi automáticamente pienso en nuestro amigo Raúl, el administrador del Cervantes. Desde que trabajó conmigo en Nueva York comprendí que Raúl es de esas personas en las que se puede depositar una confianza absoluta. Depositar: está bien el verbo. Poner algo valioso con cierta solemnidad en un sitio seguro. Mientras la pobre Elvira se cubre de ronchas rosadas llamo por teléfono a Raúl y en media hora ha llegado y está ocupándose de todo, lo cual no es muy fácil en una ciudad tan desastrada para la vida práctica como Roma. Se entera de que en el Trastevere hay una clínica de urgencias especializada en atender a turistas. En la clínica nos hace de guía e intérprete y un médico italiano muy amable examina a Elvira y le pone un par de inyecciones. Nos vamos enterando de que urticaria se dice igual que en español y alergia se acentúa en la i. Me acuerdo de algo que decía un personaje en una novela inglesa: “Procura no ponerte enfermo en una lengua extranjera”.
En unos minutos las inyecciones hacen su efecto y nos encontramos paseando los tres por esas calles y esas plazas empedradas del Trastevere, a a caída de la tarde, cuando hay sol todavía en algunas terrazas altas. Paredes rojizas desconchadas, glicinias que trepan por los balcones hacia los tejados. Vencejos y gaviotas en el aire. En la piazza di Santa Maria in Trastevere, que basta haber visitado una sola vez para no olvidar nunca -yo la descubrí un septiembre de finales de los setenta- , celebramos con Raúl la curación de Elvira tomándonos un granizado de limón.