Ajustes menores del regreso

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El silencio de las calles en las que están cerradas todas las tiendas en domingo.

La dificultad de reconocer las cuantías menores en las monedas de euro. Los colores variados de los billetes, sus diferencias de tamaño.

Ir al cajero y no recordar el número secreto.

La homogeneidad étnica, de indumentaria, de aspecto general. Los españoles, tan aficionados a la exaltación o a la invención de diferencias irreconciliables, nos parecemos visualmente muchísimo: ni muy altos, ni muy bajos, ni muy gordos, ni muy flacos, ni muy excéntricos, ni muy convencionales, ni muy pobres, ni muy prósperos, ni muy morenos, ni muy pálidos, ni muy elegantes, ni muy vulgares, ni muy atlético, ni muy desmedrados. Cualquier excepción salta literalmente a la vista.

La monotonía de bloques de pisos de ladrillo visto, cierres metálicos y portales de falso mármol.

Que la gente fume por la calle.

Que haya tantas sucursales bancarias.

Que a los niños los lleven sus padres tan bien vestidos.

Que el metro esté tan nuevo y entre tan silenciosamente en la estación.

Que las papeleras no rebosen de vasos de plástico y papel y recipientes de comida basura.

Que no se vean policías.

Que no suenen en todo el día sirenas de ambulancias o de camiones de bomberos.

La sequedad del acento español.

Que en las noticias se hable tanto de lo que hacen y dicen los políticos.

La belleza habitual de la gente joven.

El cielo limpio y despejado de Madrid.

Que casi no haya fachadas libres de garabatos de grafiteros.

Que no sea habitual cruzarse con mujeres embarazadas.

La mezcla festiva de adultos, abuelos y niños en las terrazas de los bares.

La cercanía en el teléfono de las voces queridas.

Madrid, Gran Vía.
Madrid, Gran Vía.