Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca leí, o leí algo, hace muchos años, y ya dejé de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones políticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontré con él a lo largo de los años fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo había publicado una o dos novelas y lo conocí una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habló conmigo con una cordialidad sin afectación, hasta con un aire como de camaradería que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desdén o de condescendencia. Apenas 10 años antes, yo había alimentado apasionadamente mi vocación de novelista leyendo en un cuarto de pensión a los escritores de la quinta mitológica a la que Carlos Fuentes pertenecía. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo había entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de México, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba interés por lo que yo escribía.
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