Grandes cosas suceden cuando uno menos las espera. Y otras veces la expectativa está muy por encima de su cumplimiento. Qué se le va a hacer. Tenía mucha ilusión por ver esta noche la Salomé de Richard Strauss en Carnegie Hall, en versión de concierto, con la orquesta de Cleveland dirigida por Franz Welser-Möst. Llego pronto a recoger la entrada para evitar los nervios y practico la escalada saludable hasta el último piso, lo que en España se llama o se llamaba paraíso y gallinero, y aquí, con digno eufemismo, balcony. Ya he contado que Carnegie Hall tiene una acústica justiciera: cuanto más arriba compra uno la entrada mejor se escucha la música, que flota con perfecta fuerza y nitidez en esa concavidad inmensa.
Empieza la ópera y a los pocos minutos me doy cuenta de que me deja completamente frío. He escuchado Salomé otras veces y me había gustado mucho. Hoy, no sin sorpresa, descubro que no me gusta, o que no me llega a tocar. Me acuerdo de que Joe Horowitz, un puritano de música, dice que Richard Strauss le parece kitsch. La orquesta es extraordinaria, pero yo tengo la sensación de asistir a una gran borrasca sonora que íntimamente no me dice nada. Algo habrá cambiado en mí en el tiempo que llevo sin escuchar esta música. En el momento de la danza de los siete velos me parece que estoy en una película de romanos y se me ocurre que Richard Strauss tiene algo de Cecil B. de Mille de la ópera.Lo que otras veces me pareció intensidad ahora lo percibo como hinchazón retórica. Llega el final y los aplausos sacuden el teatro con una fuerza sísmica. Siguen sonando mientras bajo las escaleras y cuando salgo a la calle, a la bruma cálida de noche de verano en la que flota la llovizna, y me gusta caminar en silencio hacia el metro. Otra vez será.