Mis semejantes

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No quiero olvidar nunca la mirada del babuino que se cruzó con la mía el viernes pasado en el laboratorio del Presbyterian Hospital, donde estuve visitando a mi amigo Pablo Jercog, que investiga allí sobre los mecanismos del aprendizaje y el arraigo de la memoria espacial, en el equipo del premio Nobel Eric Kandel. Pablo es hijo de un trompetista de jazz de Buenos Aires, se doctoró en Física y derivó luego hacia la  neurociencia. Cuando habla del experimento en el que está trabajando bajo la dirección de Kandel se le ilumina la cara, y se le ve la felicidad del que ha encontrado en la vida un cauce para el despliegue de su talento. En su portátil sigue los movimientos del ratón al que él mismo le instaló unos electrodos en el cerebro, una criatura nerviosa y diminuta que se mueve de un lado a otro en una especie de caja de cartón, detrás de una cortina, una caja de paredes negras que tiene una franja blanca en uno de los lados: él ratón está aprendiendo a usar esa franja blanca como referencia para orientarse en el espacio.

En otra dependencia del laboratorio Pablo me enseña los cubos de plástico en los que se mueven como extraños seres vegetales las babosas gigantes que le sirvieron a Kandel para estudiar la fijación molecular de la memoria a corto plazo. Kandel eligió esas babosas porque tienen las neuronas más grandes que cualquier otro ser vivo. Lo cuenta en un libro fascinante, In Search of Memory, donde intercala el relato de sus investigaciones con el de su huida de Austria en 1938.

Pablo me indica que me acerque a un rectángulo de cristal en el centro de una puerta pintada de gris que parece blindada. Asomándome a él veo algo como la galería de una prisión de alta seguridad con las celdas muy pequeñas a un lado. Jaulas más que celdas, en dos filas superpuestas. La pintura de las paredes y la luz fluorescentes son del todo carcelarias. A lo largo de la pared, a la altura del suelo, hay una fila de espejos. Al fondo, suspendida de un brazo metálico, hay una televisión conectada con la CNN. En uno de los espejos encuentro de pronto, detrás de las rejas de la jaula en la que apenas cabe, la mirada de un babuino. Me ha descubierto y me mira muy fijo, con hostilidad pero sin interés. Tiene los hombros caídos y una expresión de pesadumbre completamente humana. Pablo me dice que la televisión los distrae. Muy serio, el babuino aparta los ojos de mí. Ahora mira el suelo de cemento de la jaula.

Estatua del dios egipcio Babi en el Museo del Louvre de París.
Estatua del dios egipcio Babi en el Museo del Louvre de París.