Piensa uno engañosamente que donde está la historia es en los libros, en la clausura del pasado. Pero aparece en el presente, como la punta un hilo que lleva en línea recta a lo que parecía mucho más lejano. Comiendo hoy con un amigo porteño nos cuenta que su padre huyó de Austria en 1938, con 20 años, inmediatamente después de la anexión a Alemania, cuando ya no cabía la menor incertidumbre sobre el porvenir de los judíos que no se marcharan. Gracias a aquella huida nuestro amigo existe, está comiendo y charlando con nosotros, en un mediodía resplandeciente de mayo de 2012.
Las grandes purgas de Stalin coinciden con la anexión de Austria, pero por algún motivo parecen más remotas. El escritor Hernán Iglesias, que está casado con una mujer rusa, me contó hace poco que un abuelo de ella fue detenido una noche de 1937 y desapareció para siempre: la costumbre de silencio que dejó el gran terror dura todavía en su familia.
Ayer hablaba con una señora que rondará los ochenta años y en un momento dado me dice: “Mi padre fue herido en la I Guerra Mundial”. Y entonces me acuerdo de mi amigo Chislett, que nació cuando su padre era ya bastante mayor, de modo que aunque tiene poco más de sesenta años es hijo de un veterano de la batalla del Somme.