Un misterio, una petición

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Estaba escribiendo para el periódico sobre Billy Budd, la novela breve de Herman Melville y la ópera de Benjamin Britten, que vimos el otro día, e inevitablemente he tenido que llegar al misterio del odio, que es tan importante en la sustancia de las dos. Qué raro es el odio. No el disgusto, ni siquiera el rechazo, el odio. Si algo o alguien no le gusta a uno, lo que uno hace con naturalidad es ignorarlo. A un escritor que no nos gusta no lo odiamos. Simplemente no nos acordamos de él. Como decía Quevedo: “…que por no acordarse de él/ ni de olvidarlo se acuerda”.

El odio implica dedicación, esfuerzo. El odiador no consiente no estar cerca del objeto de su odio. Por eso manda anónimos, imaginando que murmura al oído, que su proximidad desata un escalofrío, como el de un hocico húmedo. Lo que ve el odiador en el odiado no lo sabe nadie: lo que en la historia de Billy Budd ve el maestro de armas Claggart en el marinero recién llegado al barco, por ejemplo. Su misma existencia es una ofensa; pero una ofensa en la que el presunto ofendido parece recrearse, agravándola, culpando al otro del insulto que él mismo se inflige. Es como la envidia, que al exagerar los bienes o los dones del envidiado alimenta el suplicio de quien la siente, que con un poco más de lucidez comprendería que casi nunca hay para tanto.

Sentir el odio no es una experiencia agradable. Pero el instinto de defensa a veces da paso a algo parecido a la lástima: cómo ha de ser de triste una vida para que se segregue en ella eso que en el español de España llamamos la mala leche, la mala leche agria y espesa del odio.

 

Y ahora la petición: como he dicho otras veces, aquí cabe todo el mundo, sin más condición que dos o tres reglas de buenas maneras. Si esta conversación no se regula sola no vale la pena sostenerla. Me ha dolido la desaparición de casi todos los que en algún momento decidieron marcharse, en la misma medida en que agradezco la participación de los asiduos y la cercanía silenciosa de los que leen y no dicen nada. Internet está lleno de cámaras de ecos y de circos de insultos, y no creo que ni lo uno ni lo otro tengan ningún interés. Para confirmar los propios prejuicios o enredarse en disputas más bien fantasmagóricas hay lugares mucho mejores que éste. Quiero decirle a Marco, a Álvaro, a José Cancio, a La oveja negra, a tantos más que eligen marcharse, que agradezco sus voces, no a pesar de que digan cosas que a veces yo puedo no compartir, sino precisamente por eso. Es hablando como se entiende la gente.