El sábado por la tarde paseaba en bici por Riverside Park y por la orilla del río y me acordaba de mi amigo B. que probablemente estaría disfrutando igual que yo del sol y de la temperatura. El aire estaba lleno del olor de las flores blancas de las acacias y de los aleteos veloces de las mariposas monarca, que pasarán el verano en el clima casi tropical de Nueva York, y en cuanto baje la temperatura a finales de agosto empezarán su migración de varios miles de kilómetros a México. Olía a flores de acacia, a hierba recién cortada, a humo de barbacoas. Cuando llega el buen tiempo los emigrantes que no tienen casa con jardín hacen sus barbacoas en los parques públicos. Había veleros en el río. Pensaba en mi amigo B., que se jubiló de su trabajo en una organización financiera y a los setenta años recuperó con entusiasmo y tesón el estudio del violoncello. Comimos juntos hace poco y me habló del cáncer con el que lleva viviendo desde hace años. Era una de esas conversaciones sabrosas y civilizadas en las que se acaba hablando de todo, de música y de literatura y de política y del miedo a la enfermedad y de la situación española y de la maravilla de estos días en los que lo marea a uno la dulzura, la exaltación de vivir. Mi amigo se marchó de España en los sesenta pero sigue conservando muy puro el castellano severo y formal de su juventud en Madrid. Su nacionalidad y su familia americanas no lo han vacunado contra la melancolía española, no le han concedido ninguna distancia emocional hacia nuestros infortunios y nuestras incertidumbres. Paseando en bicicleta por la orilla del río, que el sábado tenía un fuerte olor marítimo, como si la isla se hubiera adentrado en el Atlántico, pensé en algo que mi amigo B. me dijo la última vez que almorzamos juntos, hace unas semanas, subiendo por la acera de sol en la Quinta Avenida, confortados por la buena comida, la copa de vino, el café: “Con días así, uno no tiene ninguna gana de morirse”.
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